lunes, 22 de abril de 2019

Orígenes del Lago Titicaca


Cuéntase que, allá, en los tiempos mitológicos, existía en las profundidades del océano Pacífico un suntuoso de cristal de roca, lujosamente ornamentado con perlas y corales; ese palacio estaba rodeado de deliciosos jardines y umbrios bosques que en perpetua primavera producian las más exquisitas frutas y las más bellas y fragantes flores.
En aquella encantadora morada, habitada por la dichosa Icaca, hija de Neptuno y de las aguas, reinaba la más envidiable felicidad.
En las noches de tempestad cuando el Dios de los mares, tridente, levantando, agitaba la más temibles olas y Eolo desencadenaba los furiosos vientos, la hermosisima Icaca, abandonando su palacio submarino, subia a las rocas de una pequeña isla y sentada allí con el cabello suelto, cuyos blondos rizos acariciaban los huracanes, contemplaba la borrasca con sus azules y divinos ojos y pulsando su armoniosa lira, entonaba mágico acento melodiosos y arrebatadores cantos.
Las ballenas, tiburones, delfines, lobos marinos y demás habitantes del líquido elemento, asomaban sobre la superficie de las aguas, y rodeando de la islita escuchaban extasiados la divina música aquella hechicera beldad.
Así se hallaba Icaca en una de las ocasiones en que subio a la isla, cuando una débil embarcación, juguete de las olas y del viento, sobre montañas de nevada espuma y estrellada contra los negros escollos zozobró desecha en mil pedazos sin que quedara a la vista una sola de sus tablas.
El bello cuadro anterior desapareció también, como una ilusión óptica, los monstruos marinos, sorprendidos y asustados por el estrépito que produjo el choque de la barquilla contra los arrecifes, se sumergieron para ocultares entre las ondas.
Icaca interrumpió su canto y apartando la mano de su lira, señaló un lugar, elevando ahí su mirada por un momento.
Un hermoso joven, mil veces más bello que Narciso, pero de atléticas formas luchaba con vigorosos brazos contra el aterrador torrente de gigantescas olas.
La sensible Icaca se precipitó en el mar y algunos instantes después volvió a la isla llevando de la mano al joven Tito, que admirando a su heróica y bellisima salvadora, lleno de amor, de reconocimiento y ternura, se atrevió a ofrecerle su corazón que Icaca acepto, dándoles en cambio al suyo porque también, le amaba ya.
Todas las gracias giraron en torno de aquellos venturoso amantes, el amor batió placenteras sus alas y Venus, satisfecha sonrió con deliciosa emoción en el Olimpo.
A la voz de Icaca, un millón de castores cargados de las más presiosas maderas acudieron presurosos y aquellos diligentes animales construyeron en diez minutos una encantadora habitación destinada a ser la morada de Tito.
Al aproximar Febo, su rubia cabellera a las doradas puertas del oriente bajaba Icaca del hermoso palacio de sus padres y allí pasaba el día recorriendo pensativa y melancólica sus bosques y jardines; y cuando Diana se presentaba guiando el carro de la noche, subía de nuevo a la isla de Tito. Donde las horas en alas de la dicha huían rápidamente arrebatados por el tiempo.
Tres años pasaron de esta manera, pero Diana envidiosa de aquella felicidad que había presenciado por tanto tiempo, con semblante trémulo en apariencia, guió una noche hacia aquel sitio los pasos de Neptuno que vio de lejos a los dos amantes, uno en brazos del otro.
Irritando el terrible Dios de las aguas, lanzó en el espacio a Icaca y Tito ordenando a Eolo que sus furiosos vientos los arrebatasen muy lejos de su imperio.
En breves instantes atravesaron la atmósfera por sobre las aguas del Pácifico y la inmensa cadena occidental de los andes viniendo a caer en el centro de la América del Sur en unas aridas y extensas llanuras desde las que el asombrado viajero puede contemplar hoy aquellos dos encanecidos gigantes del continente de los incas y la plateada cadena por la que están unidos.
Tito, que era mortal, se sofocó en las alturas del espacio que atravesaron, Icaca inconsolable quiso hacer en su corazón la tumba de Tito.
Convirtió a este en una colina y ella deshaciendose en llanto transformose en un inmenso lago que rodeando la colina y hacinedo de ella una isla la abrigó en su seno.
Los nombres unidos de ambos desventurados amantes, formaron el Titicaca que tienen el lago y la isla.
Desde entonces los dorados rayos que reflejan en las aguas del lago al descender el sol en occidente, semejan los blancos y esparcidos bucles de la rubia cabellera de Icaca.
El color que se ve en lontananza cuando se dirige la vista sobre su tranquila superficie el de sus hermoso ojos azules.
Y al zumbido del viento, el rumor de las olas en una obscura y borrascosa noche, los tristes gemidos y los tiernos ayes que arrojo la infeliz Icaca por la muerte de su adorado Tito.

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